Relatos con Matías Parra

El escritor oriundo de La Serena, representa a su región con escritos llenos de imágenes cotidianas y cargadas de poesía, pluma que se ha curtido con la participación de talleres cómo el de Fundación Pablo Neruda (2019), LEA (2018), entre muchas otras actividades: El sociólogo, más conocido cómo Parrita o RatonPonPon, lo puedes encontrar en 6666 (LEA Pornos), Revista Oropel, Las Arañas (BAJ) y algunos fanzines de nula circulación. Hoy dejamos con ustedes su cuento «Román Pistolón», vamos a leer…

ROMÁN PISTOLÓN

Yo que pensaba: hoy no es mi día, estoy salá

Pero Pedro Navaja, tú estas peor, no estas en ná

Ruben Blades

Llegó al curso en primero medio. Había repetido dos veces y se notaba.

«La tercera es la vencida» dijo el cura frente a todos. Nadie rió.

Duró un par de meses en el curso antes de su desaparición. Lo sentaron al lado del Cristóbal, que era mi único amigo en aquel entonces. El Román se veía ridículo con el uniforme del colegio, parecía una hiena con corbata. En el antebrazo izquierdo tenía tatuado un nombre con letras góticas. Pero no era el nombre de su novia, ni de su madre, ni de alguna hipotética hija. No. Era un nombre masculino. Su propio nombre: Román.

«Importante anotar las cosas para no olvidarlas» dijo el Juvenal en voz alta cuando terminó el primer recreo. Román lo calló con un zarpazo que lo dejó enterrado en la silla.

Nunca nadie más lo molestó.

Tenía las mejillas como pedregal por el acné. Y siempre llevaba un rosario que masticaba cuando se aburría en clases. En aquel entonces yo odiaba Educación Física. Ver al guatón Tapia sentado en las galerías, con el silbato entre los dientes, mientras nosotros nos revolcábamos jugando a la pelota sobre la cancha de tierra. Yo me quedaba atrás, porque así, casi ni tenía que tocar la pelota y podía pegar patadas a mi antojo. Odiaba esa cancha de tierra. Mientras el partido se desarrollaba sin mi presencia, recordaba los capítulos de Ranma ½ o Inuyasha que daban en El Club de los Tigritos. Me volvía loco la cultura japonesa, su mitología tradicional, esos ogros con mazos o esos demonios ciempiés que parecían salidos de la pesadilla de un monje. Pero ahí estaba, sudando semanalmente detrás de una pelota que nunca nadie me pasó. Sin embargo, esas clases fueron los únicos momentos donde podíamos escuchar la voz del Román. Nos gritaba instrucciones. Repartía insultos. Corría como fiera de arco a arco. Resultaba otro motivo más para odiar esa clase.

Su desaparición sigue siendo un misterio para mí. Aunque, si su historia tuviese que pertenecer a un género literario, sería sin lugar a dudas la crónica roja. En aquellos tiempos había una supuesta banda de maleantes que había rayado toda La Serena con su nombre: Los Pistolones. Aunque no eran bandidos ni nada por el estilo. Eran jóvenes de la edad del Román, buenos para el grafiti y el microtráfico. Sí, andaban con cuchillas y pistolas hechizas, que les encantaba mostrar cada cierto tiempo. Pero al final de la jornada, resultaban ser objetos brillantes dentro de su fantasía de bandidos, antes que verdaderas armas de intimidación. Al menos durante los primeros meses.

Como es lógico, Román era parte de Los Pistolones.

Había rayado el nombre de su banda por todo el establecimiento, paredes, mesas, baños. La historia de su familia era complicada, aunque nunca la llegué a entender bien. El Cristóbal sí, y él me decía que el asunto era delicado. El Román no tuvo amigos en el curso durante los meses que estuvo. Parecía muy bruto como para bajar la guardia y verlo reír junto a alguien. El único con el que hablaba a ratos era el Cristóbal. Durante muchos años me pregunté por la naturaleza de esa extraña relación. El Cristóbal era un niño flaco y pequeño. Hijo de una profesora de escuela rural y de un agricultor. Sus cuadernos estaban perfectamente subrayados y con bella caligrafía. Siempre quiso estudiar medicina y lo logró. Entonces, ¿de dónde surgía aquella vulnerabilidad que le permitía conversar con mi amigo de vez en cuando? Al principio, como es lógico, se lo atribuí al hecho de sentarse juntos, pero el Cristóbal se encontraba lejos de los atributos que parecían motivar al Román.

Una tarde entendí la situación.

En el patio central, unas muchachas de cuarto medio le preguntaron por el tatuaje que tenía en el antebrazo. Él, con el rostro colorado, soltó un par de frases sin coherencia, y huyó, dejándolas ahí. Román era débil ante la belleza. Y claro, en el curso todos éramos horribles (o eso creíamos): feos, gordos, chicos, morenos, deformes por la edad del pavo. Excepto el Cristóbal, que tenía unos ojos verdes hermosos, bucólicos, como el Valle del Elqui acariciado por el sol de la madrugada.

La primera semana de Septiembre el Román desapareció. Al par de días nos enteramos por la prensa local que una banda había asaltado la bencinera de Cuatro Esquinas con Balmaceda. Pillaron a un par de muchachos que se hacían llamar parte de Los Pistolones.

Y así pasaron los años y no supe más de él.

El verano pasado estuve un par de meses acá en La Serena, y por esos azares de la vida, nos juntamos con el Cristóbal a tomarnos unas cervezas. No lo veía hace años. Fuimos a un bar colombiano en el centro de la ciudad, de esos que tocan salsa y hay pista de baile.

Íbamos por la tercera o cuarta botella, cuando aflojamos la lengua y empezamos a hablar en serio. Él estaba haciendo su internado de medicina en urgencias, recibiendo heridos por rencillas o accidentes de tránsito. Yo me había salido de mi segunda carrera y no tenía planes para el futuro. En el centro de la pista un anciano pequeño, vestido de traje, bailaba salsa en solitario, moviendo los brazos enérgicamente. En un momento el Critóbal me miró y dijo:

«¿Te acordái del Román? El del tatuaje»

Le respondí que sí y me serví cerveza en el vaso. Él agrego:

«El mes pasado tenía turno en la urgencia. Me quedaban las últimas horas antes de volver para la casa y poder descansar el fin de semana. Estaba agotado. Nos hacen trabajar jornadas de 48 horas despiertos. Una mierda. El asunto es que estaba en eso, cuando llegó un herido grave que requería intervención. Ahí lo vi. Tenía la polera toda ensangrentada y el rostro pálido, bañado en sudor frío. Le habían rajado el estómago en una transacción de droga que salió mal».

No supe qué decirle. El anciano bailaba con una muchacha morena, aferrado a su cintura. Tomé un sorbo de cerveza dándole entender que quería seguir escuchando el relato. Pero él miraba su vaso, con la cabeza en otro lado.

Luego dijo:

«Fue raro verlo ahí, agonizando sobre la camilla, bañado en sangre. Y yo del otro lado, con guantes y bata blanca»

Guardamos silencio un segundo.

«Esas cosas te hacen pensar» le dije.

Y vimos a la pareja bailar salsa en el centro de la pista.

lacimarra

Revista La Cimarra, difundimos el arte para reivindicar lo que importa

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